A 200 años del Reglamento Provisorio de Tierras de 1815 de Artigas
EL REGLAMENTO DE TIERRAS DE 1815
SEÑOR PRESIDENTE.– El Senado pasa a considerar el asunto que figura en segundo término del orden del día: «Exposición del señor senador Pedro Bordaberry, por el término de 20 minutos, sobre “El Reglamento de Tierras de 1815”».
Tiene la palabra el señor senador Bordaberry.
SEÑOR BORDABERRY.– Muchas gracias, señor presidente. Todavía falta que ingresen a sala, luego del intermedio, algunos señores senadores, pero quiero empezar agradeciendo al Senado que haya aceptado dedicar parte de esta sesión al reglamento de tierras de 1815; en realidad, su nombre es más extenso, pero es así como se lo conoce.
Creo que es muy importante hacerlo y sumarse de esta forma a las conmemoraciones que ya están teniendo lugar. Ayer, nomás, participamos con la Senadora Topolansky de una en la Presidencia de la República, donde se presentó el libro «Tierra y producción a 200 años del reglamento agrario artiguista», un trabajo realizado por el Instituto Nacional de Colonización. Y sobre todo es bueno hacer estos actos de tanto en tanto, señor presidente, para destacar la importancia de estas fechas. Mañana, 10 de setiembre, se van a cumplir 200 años del reglamento y, de repente, sería bueno comenzar retrotrayéndonos con la imaginación o el pensamiento a esos momentos.
¿Cómo sería la Banda Oriental, el Uruguay de aquel entonces, la Provincia Oriental, aquel día previo al 10 de setiembre? Imaginemos por un minuto que estamos ahí. Es el mejor momento de Artigas. En 1815 la Liga Federal se consolidó después de Guayabos y después del Congreso de Oriente. Es un momento de paz después de las guerras; ya no están los españoles. Es un momento de esperanza; es un momento de comienzo. Y ya en junio de ese año Artigas mira la campaña, ve que está destruida por la guerra, con disputas entre los propietarios, y manda un oficio al Cabildo exigiendo instrumentos de labranza para los labradores. En agosto, le dice al Cabildo de Montevideo –mirando esa campaña– que tiene que obligar a los hacendados a poblarla y a fomentar sus estancias, lo que no estaban haciendo. El 8 de agosto el Cabildo de Montevideo recibe el oficio –ahí, donde hoy es Sarandí y Juan Carlos Gómez–, se junta de apuro el cuerpo de hacendados, a quien llaman, y están allí, también, el comandante de armas Fructuoso Rivera, un artiguista de la primera hora, y el alcalde provincial, para analizar el pedido de Artigas. En ese momento, don Frutos, en defensa de lo que decía Artigas, habla de la ruina de la provincia; se leen dictámenes de los vecinos y se encomienda a dos de ellos a ir hasta Paysandú con la opinión del cuerpo de hacendados a entrevistarse con Artigas.
Llegan los primeros días de setiembre. Está la formidable descripción que hace Robertson de cómo estaba Artigas: casi que en un rancho, sentado arriba de una cabeza de buey. Estaban sus secretarios, había un par de sillas y una mesa. Salían y entraban chasques con caballos jadeantes –dice Robertson– en la puerta. Supongo que por esas horas Artigas estaba todavía con León Pérez y Juan de León, en Purificación, dándole los últimos toques al reglamento de tierras. Un reglamento de tierras que iba a ser aprobado al otro día ya tendría que estar redactado a esa altura; estarían discutiendo algunas cosas. Hay un solo original –está en el Archivo General de la Nación– y seis copias; una de ellas tiene algún agregadito que le hizo alguno en la pasada.
El reglamento de Artigas es uno de los documentos fundamentales del pensamiento artiguista, junto con las Instrucciones del año XIII y el Congreso de Abril, con todo lo que significa de adhesión a los principios republicanos, a la separación de poderes y al federalismo. También lo son los que va a suscribir más adelante, en Purificación, con el gobierno de Su Majestad británica, asegurando la libertad de tránsito, la apertura al mundo y, obviamente, el Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de la Campaña y Seguridad de sus Hacendados. Y es bueno no quedarnos solamente con el nombre «reglamento de tierras», título que hemos acortado, sino tener presente toda su denominación: Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el Fomento de la Campaña y Seguridad de sus Hacendados.
Cuando se cumplieron los 150 años del reglamento de tierras de 1815, se planteó una discusión interesante, porque se hablaba de los 150 años de la revolución perdida, como si Artigas y su reglamento hubieran perdido. Y uno se pregunta si puede coincidir con ese razonamiento hoy, cuando pasaron 200 años. Quizá si nos quedamos en los titulares o en los grandes números, uno podría decir: «Sí; parecería ser que sí, que se perdió». En los últimos diez o doce años hemos tenido un aumento enorme en el tamaño medio de las superficies explotadas en el campo uruguayo; en los últimos diez o doce años hemos tenido una baja enorme en la cantidad de titulares de explotaciones agropecuarias: son 12.000 productores menos. ¿Puede decirse, en base a este y a otros datos –como, por ejemplo, que hay 27 conglomerados empresariales que son propietarios del 10% de la tierra en el Uruguay–, que Artigas y su reglamento perdieron? Yo creo que no; ya lo adelanto. Es todo lo contrario.
En primer lugar, porque, como dice Mario Cayota en ese libro formidable llamado «Artigas y su derrota» –en realidad, «derrota» puede interpretarse en dos sentidos: como cuando alguien es vencido, claudica o el otro se impone, o como rumbo; en términos marítimos, «derrota» es el rumbo que lleva el buque, y ese es un poco el sentido que le dieron los paisanos en el éxodo, cuando hablaban de «la redota»–, yo creo que el rumbo que nos legó Artigas en su reglamento sigue más vigente que nunca, y Uruguay lo ha seguido en estos 200 años, con mayor y menor énfasis, o ha intentado hacerlo. Sería un error decir que esto que ha pasado en los últimos diez o doce años es porque no se siguió el rumbo de Artigas. Está mal. Yo creo que se sigue y se sigue insistiendo en él. Lo que sucede es que a lo largo de estos 200 años hubo hechos económicos mundiales y locales que fueron imponiendo condiciones frente a las cuales había que tomar decisiones, y en cada momento el rumbo del reglamento de 1815 nos guió a los orientales como nos sigue guiando hoy, y nos ha guiado en los últimos diez o doce años. Porque no se puede analizar con mirada de hoy hechos que ocurrieron hace 200, 300 o 400 años.
Podemos imaginarnos lo que sentían Juan de León, o Léon Pérez o Robertson, cuando vieron a Artigas en Purificación. Pero la realidad del mundo, de la economía y del país era distinta. Y cuando uno pasa todo esto por el tamiz, lo que queda son los principios.
Creo que no tengo que insistir sobre el contenido del reglamento, porque es conocido por todos. Sigo la clasificación que hace Narancio, que también es seguida por José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, que consta de cinco capítulos.
Uno de ellos refiere a la división territorial de la provincia, que era distinta a la de hoy; al norte del río Negro prevalecía el latifundio, ya que era muy difícil mantener otra por la inseguridad que había en la frontera con los portugueses y los indios que se alzaban. Después estaban la zona del oeste y la zona del este, divididas por el río Santa Lucía.
Otro capítulo habla de la organización administrativa y judicial, y otro –del que más se habla– refiere a la distribución de la tierra. Este último no solo habla de a quién le daba la tierra, con esa frase tan repetida de que «los más infelices serán los más privilegiados», sino de dónde la tomaba: de los «malos europeos y peores americanos», y también de las tierras realengas que habían sido de la Corona. Asimismo, hace referencia a las condiciones de los terrenos, los procedimientos para obtenerlos, cómo y con qué se poblaban y las obligaciones que asumían quienes los poblaban, de lo que poco se habla.
Otro capítulo refiere a las medidas de recuperación y el fomento de la ganadería. Y en el último capítulo se menciona la policía de la campaña. Se creaba una fuerza policial y se exigía documento de identidad a los peones. Esto sucedía en 1815.
Si resumimos el reglamento, vemos que consta de cuatro grandes postulados o principios. El primero es el de la función social de la tierra, que Artigas tomó del derecho español. A veces no se citan los antecedentes, pero el virrey Pedro de Melo o el virrey de Sobremonte ya habían hablado del problema de la tierra, de la función social de la tierra y de su extensión. En aquel entonces, en Europa el problema no era el tamaño de la tierra en cuanto a que fuera grande, sino en cuanto a que no fuera muy pequeño. Tanto el derecho de las Cortes de Navarra como el derecho foral vasco establecieron el mayorazgo, es decir, que el hijo mayor era el único que heredaba, porque no querían que los predios se dividieran tanto que no pudieran ser económicamente rentables. Pero ese principio tuvo acá su contracara. Durante un minuto debemos pensar en cómo era la Banda Oriental en aquel entonces, cómo era la tierra, para entender que el no al latifundio y la necesidad de asentar pobladores ya venía del derecho español. Lo decía el propio Azara –el sabio Azara, como se le dice– cuando vino al Río de la Plata y trabaja con Artigas, y juntos terminan entregando tierras a los más infelices de la campaña. Eso ya lo habían dicho los virreyes Pedro De Melo y de Sobremonte.
El segundo principio –en el que creo que todos estaríamos de acuerdo y que a veces no se menciona tanto– es el del trabajo, porque hasta el cansancio repetimos la frase «los más infelices serán los más privilegiados». Si bien estamos todos de acuerdo en ello, nos olvidamos de que en las instrucciones y el reglamento Artigas no se detuvo ahí. A veces, los uruguayos nos olvidamos de que la frase sigue, porque dice: «los más infelices serán los más privilegiados […] si con su trabajo y hombría de bien propenden a su felicidad y la de la Provincia». No alcanza solo con contemplar la función social, sino que hay que tener como contraprestación el trabajo, porque eso es lo que hace la pública felicidad. Ya lo decía Artigas en 1815 y a veces nos olvidamos.
Voy a recordar una anécdota de Darwin, allá por 1833 o 1834, cuando visitó Uruguay y anduvo por Maldonado y Soriano. Tomó unos caballos, se fue de Maldonado hasta Soriano y, mirando a los uruguayos, emitió una sentencia: «Nunca he visto gente que trabaje menos». Sin embargo, nos fue mejor que a los argentinos, porque Darwin en su diario de viaje denominado El viaje del Beagle que realizó por el sur, dijo: «Argentina es un país formidable, lo roban de día y crece de noche». Esto lo cito con todo respeto, porque no lo digo yo sino que lo decía Darwin. Que conste en la versión taquigráfica: yo no comparto lo que dijo Darwin. No quiero líos que otros han tenido.
(Hilaridad).
–Más allá de eso, Artigas también percibía nuestra poca vocación por el trabajo, como la percibió Darwin algunos años después. Por eso, también los obligaba a construir ranchos y corrales en dos meses, y decía que los encargados del cuidado y el orden no debían aceptar vagos en la campaña.
Otro principio que está contenido –además de la función social y el trabajo– pero del que pocas veces se habla es el fomento de la ganadería. Artigas también sabía sobre eso. Prohibía que se matara ganado que no fuera de la propia marca del propietario. Quizás lo hacía en respuesta a Alzáibar, uno de los grandes latifundistas de la época de la Corona española, que –como su latifundio era tan grande– un día dijo: «todo lo que no está marcado es mío». Artigas dice: «lo que no está marcado no se puede matar». También prohíbe el envío de tropa de ganado a Portugal y la matanza de las hembras. ¡Vaya si Artigas ya tenía clarito en ese momento hacia dónde iba Uruguay!
El cuarto principio, para mí, es el de la seguridad, el de la paz. Artigas pensaba que sin seguridad y sin paz no se podía trabajar, razón por la cual destinó una fuerza especial para garantizarlas.
Ayer, en una presentación que se realizó en un seminario –al que concurrimos con la senadora Topolansky–, se habló –me parece importante destacarlo– de las «viudas pobres con hijos» para ser beneficiadas. Es interesante porque, en aquel entonces, las mujeres no tenían derechos, no eran ciudadanas. Sin embargo, Artigas ya hablaba de ellas –es un argumento para las senadoras Tourné y Moreira–; Artigas, en 1815, ya era defensor de las mujeres viudas. Fíjense que recién en 1917 la Constitución reconocerá sus derechos. También entregó tierras a los negros libres. Artigas ya había establecido que eran libres los hijos de esclavos nacidos en la Banda Oriental.
Todavía existía la esclavitud, pero ya les entregaba tierras a los negros libres. Va a ser en la Guerra Grande cuando Joaquín Suárez y, a los seis meses, el Gobierno del Cerrito terminan con la esclavitud en el Uruguay. Estados Unidos recién lo va a hacer en 1861 y Artigas lo hacía en 1815, casi 50 años antes.
Por eso creemos, señor presidente, que a 200 años no se puede hablar de derrota. Si en una rapidísima recorrida por esos 200 años vemos una cantidad de hechos que sucedieron en Uruguay y en el mundo e influyeron en nosotros, y cómo los uruguayos siempre seguimos esos principios artiguistas, vamos a concluir, más que nunca, que siempre aparecen como un faro que nos indica hacia dónde ir. Y esto fue así ya desde ese reglamento, desde que los portugueses nos invaden y quien encarnaba el artiguismo posible, Fructuoso Rivera, condiciona un acuerdo con Lecor a que se respeten los títulos de tierra artiguistas.
Hay un documento formidable que recupera Óscar Padrón Favre, que dice que Rivera se dedicó a rescatar del gran naufragio todo lo que merecía y podía ser salvado. Se trata de una circular de Lecor que recogía en forma escrita las conocidas cláusulas de la transacción con Rivera, por la cual la devolución de las propiedades a sus antiguos amos debía realizarse sin inquietar a los pobladores que en ellas se encontrasen en el momento de la pacificación general de la campaña. Agrega que los poseedores artiguistas se basaban en la famosa acta de Tres Árboles, que garantizaba a los orientales el disfrute de sus propiedades, entendiendo que poseían esa calidad las tierras donadas de acuerdo al reglamento del 10 de setiembre de 1815.
Pero hay más, señor presidente. Todos sabemos que en 1860 se produce en el Uruguay lo que se llamó «la revolución del lanar». La Guerra de Secesión en Estados Unidos provocó que el algodón escaseara y se empezó a demandar la lana en el mundo. En Europa subió su precio y aquí pasamos de las 800.000 cabezas ovinas que había en aquel entonces a 17.000.000, lo que significó que se poblara la campaña, que existiera una nueva forma de explotación, que el propio latifundio quedara en problemas y que, de vuelta, aparecieran los inmigrantes apuntando al fomento de la campaña.
En 1876, un francés, Charles Tellier, construye el primer barco frigorífico de la historia –se llamaba «Le Frigorifique»–, envuelve en corcho las bodegas y hace el primer viaje de Francia al Uruguay. Eso cambia la forma de producción de nuestro país de una forma tremenda. ¿Por qué? Porque ya no se iba a producir ganado vacuno para cuero y tasajo sino para carne y, por ende, había que mejorar ese ganado flaquito, chiquito, que había en el Uruguay. En ese momento Reyles empieza a importar los primeros ganados de pedigree de Europa, los Durham, y ahí está el fomento de la campaña también seguido por los particulares. Reyles cría Durham; a los cinco o seis años vende sus novillos en La Tablada, y lo que se pagaba a $ 15 se lo pagaron a $ 80. Y nuevamente aparece la respuesta del Estado, que es «hay que alambrar». El alambrado de los campos es para permitir el mestizaje, fomentar la campaña y dar seguridad. En la discusión se habla de alambrado de 5 o de 7 hilos. De vuelta podemos ver aquí esos principios artiguistas de la seguridad en la campaña y del fomento de la ganadería.
Voy a saltear todo lo que vino después de la paz de 1904, porque eso dio seguridad a la campaña, sin vencidos ni vencedores, para que el Uruguay pudiera crecer. Y se inicia, después de esto, un período de achicamiento del tamaño de los predios en el Uruguay. El período de mayor achicamiento del tamaño de los predios es entre 1910 y 1961, cuando más explotaciones hay y cuando se hacen obras formidables siguiendo los principios de la función social que debe tener la tierra y el asentamiento de los uruguayos en la campaña.
En el gobierno de Amézaga, en 1943, se aprueba el Estatuto para el Trabajador Rural. Se obligaba a proveer una vivienda digna para el trabajador y su familia y a ocuparse de facilitar su educación y salud. También se establecía el salario mínimo, se limitaba la jornada y se establecía la licencia.
Carlos Reyles, el hijo de Carlos Genaro Reyles, siempre decía que nunca había visto a su padre descansar, que siempre trabajaba, hasta los domingos, al igual que todos los que trabajaban con él.
Junto con esto vino –a esto era a lo que quería llegar, principalmente– la aprobación de la ley de creación del Instituto Nacional de Colonización. ¡Vaya si esa ley, en su artículo 1.º, recoge esos principios artiguistas! Allí se establece: «A los efectos de esta ley, por colonización se entiende el conjunto de medidas a adoptarse de acuerdo con ella para promover una racional subdivisión de la tierra y su adecuada explotación, procurando el aumento y mejora de la producción agropecuaria y la radicación y bienestar del trabajador rural».
Para terminar, señor presidente, quiero decir que esa ley, obra del gobierno de Tomás Berreta y de Luis Batlle, fue seguida después por otras dos que están un poco olvidadas.
Una de ellas es la que creó el Mevir, en el año 1968, obra de don Alberto Gallinal Heber. Creo que este fue un hito muy importante en lo que es el poblamiento de la campaña, la condición digna de vida y aquello de que los más infelices sean los más privilegiados. Las personas, con su trabajo, construyen la propia vivienda de Mevir.
Y la otra es la Ley n.º 13695, obra de don Carlos Frick Davies, que creó el Coneat, instrumento fundamental hoy para el desarrollo agropecuario en el Uruguay. Carlos Frick Davies fue un gran ministro de ganadería y un visionario, porque nadie puede imaginarse hoy el país sin el Coneat.
Por ello hoy creemos que aquellos principios que Artigas nos legara hace 200 años nos tienen que seguir guiando, por más que haya concentración de la tierra, que aparezcan nuevos jugadores, que haya una nueva ruralidad presente. Tenemos que seguir mejorando la caminería, no para que saquen los árboles o las vacas, sino para que el que trabaja pueda, al final de la jornada, tocar hasta el pueblo para estar con su familia. A estos trabajadores hay que darles la mejor educación, los mejores servicios, la mejor infraestructura, internet, la telefonía. Y también hay que darles seguridad, que hoy se está perdiendo. Debemos propender a que, con su trabajo, cada oriental busque la felicidad personal y la de todo el Uruguay.
En definitiva, hablamos de derrota no como claudicación, sino como rumbo que nos legó, hace 200 años, el mejor de todos los orientales: don José Artigas.
Gracias, señor presidente.