Que la vulgaridad no triunfe

Daniel Bianchi

daniel bianchiHace ya un tiempo considerable que un profundo y monstruoso cráter se ha ido devorando paulatinamente valores y aptitudes de algunos de nuestros gobernantes, carcomiendo su capacidad y buena disposición para ejercer sus funciones.

Muchos de ellos se han convertido en entrañables abuelos que, lejos de esforzarse en modificar en algo el rumbo incierto que lleva el país, gustan de plantear vastas disquisiciones filosóficas en emisoras de radio.

Otros, han visto deteriorarse con extraordinaria rapidez su forma y su nivel de expresión, ya no frente a las cámaras de televisión o en actos públicos, sino en actitudes cotidianas.

Y no es cierto que quienes así lo hacen apuntan a mimetizarse con “la gente común”, sencilla, llana, porque la inmensa mayoría de los uruguayos, por humildes que sean, a lo largo de su historia ha mostrado una forma de ser culta, instruida, bien hablada, tolerante y respetuosa.

Nuestros gobernantes son quienes deben dar el ejemplo frente a adolescentes y jóvenes que buscan un espejo donde mirarse. Y no debe olvidarse que muchos de éstos provienen de una sociedad uruguaya desvencijada, con familias desarticuladas generalmente monoparentales, con enormes falencias educativas, con serios vacíos formativos, con prioridades tergiversadas y con conductas rayanas en el desasosiego, cuando no en  la provocación y la beligerancia.

Lo que esos jóvenes necesitan no son gobernantes impulsivos, groseros, fundamentalistas, que esgriman un discurso maniqueo, sino, antes bien, líderes que los sepan orientar a través de la mesura, de la sensatez, del buen juicio y de la compostura. Apelar a la autocrítica como principio cardinal, es imprescindible si lo que se quiere es restituir valores. Porque eso, en definitiva es lo que tienen que hacer los dirigentes políticos todos, y con especial dedicación aquellos que ejercen el gobierno: establecer las condiciones para que la ciudadanía mejore y progrese, económica, cultural y espiritualmente.

Lamentablemente, lo que hoy desde las esferas gubernamentales se hace, es un discurso burdo, temerario y desprolijo.

Algunos personajes del gobierno se han convertido en el punto de referencia obligado, y todos están pendientes de sus dichos: sus acólitos, para hincar la rodilla y realizar la genuflexión que justifica todo, aún lo más impresentable, y sus opositores, para de inmediato salir a fustigar sus expresiones.

Pocas cosas haya quizás tan meritorias e inapreciables como valorar una conversación que profundiza en el correcto proceder, en el buen comportamiento y en la mejora de la educación. Porque, en definitiva, de eso se trata gobernar.

El escenario es peor de lo imaginado cuando ni siquiera se disimula la decadencia. Y justificar lo que no se puede justificar apelando a la pobreza o a los años vividos tras las rejas, no es de recibo.

La mayoría de los uruguayos desdeña los dobles discursos, desprecia las provocaciones y los insultos, rechaza las agresiones gratuitas, resiste la altanería y repele la mala intención.

Los grandes logros de nuestro país, en materia política, económico-financiera o cultural, se han erigido transitando siempre sobre un camino de cordialidad y respeto mutuo entre gobernantes y gobernados, y cuando el país se ha alejado de ese derrotero, indefectiblemente ha debido padecer momentos de infortunios  y de pesares.

Hoy, el país nuevamente se ha desviado de la senda correcta, y las consecuencias de ello están a la vista.

Enderezar el camino es deber de los gobernantes, y para ello necesitan inteligencia, capacidad, talento, vocación de servicio y, sobre todo, humildad. Y de los gobernados, es responsabilidad no aplaudir groserías ni celebrar expresiones vulgares ni trivialidades.

Al fin y al cabo, la dignidad comienza por respetarse a sí mismo.