Mandela, o la política de la grandeza
Ope Pasquet
Nelson Mandela murió ayer, 5 de diciembre, a los 95 años de edad y luego de una serie de quebrantos de salud que obligaron a internarlo varias veces en el curso de los últimos meses. Su última aparición pública se había producido en el 2010. La muerte, por lo tanto, no vino a interrumpir una trayectoria vital todavía en desarrollo. Mandela, que ya había completado su jornada y su misión muchos años antes, se estaba sobreviviendo a sí mismo. La muerte llegó para obligar al mundo a detenerse, a rendir homenaje a un líder formidable y a tratar de entender las claves de su grandeza y el valor de su mensaje.
Mandela luchó por la libertad y la dignidad de su pueblo, víctima del apartheid, y lo hizo con la nobleza y la magnanimidad que serían el sello personal característico de su acción política. Frente al tribunal que lo juzgó, a comienzos de los años sesenta, dijo que había luchado contra la dominación blanca y contra la dominación negra, y que su ideal era el de una sociedad libre y democrática. Sufrió luego 27 años de prisión, 18 de ellos en confinamiento solitario. Después de ser elegido presidente en la primera elección con sufragio universal de la historia de Sudáfrica, en 1994, instituyó una Comisión por la Verdad y la Reconciliación con el cometido de recibir las denuncias de todas las violaciones de los derechos humanos que habían ensangrentado al país; tanto las perpetradas por el régimen del apartheid, como las que pudieran haber cometido quienes lucharon contra él.
Es que en Sudáfrica, la violencia brutal y masiva desatada por el régimen autoritario había hecho necesario recurrir también a la violencia para combatirlo. En 1960, una forma de protesta pacífica promovida por las organizaciones que luchaban contra el apartheid consistía en reunirse sin haber tramitado las autorizaciones exigidas para desplazarse por el territorio y concentrarse en determinado lugar. En uno de esos puntos de reunión, Sharpeville, la policía hizo fuego contra la multitud desarmada; murieron 69 personas y otras 180 resultaron heridas (la mayoría, por la espalda; les dispararon mientras huían). La masacre de Sharpeville, seguida por la proscripción del Congreso Nacional Africano y otros grupos, marcó un punto de inflexión en la lucha contra el régimen: desde entonces, se recurriría a la violencia. Poco tiempo después Mandela fue capturado, juzgado y condenado a cadena perpetua. Mientras estuvo preso, se negó a condenar el empleo de la violencia contra el régimen que oprimía a su pueblo; pero cuando fue presidente, hizo que su Comisión por la Verdad y la Reconciliación –presidida por el Premio Nobel de la Paz de 1984, el arzobispo Desmond Tutu- escuchara también las quejas de quienes alegaran haber sido víctimas de excesos injustificados en esa lucha.
Mandela se propuso lograr la reconciliación de todos los componentes de la nación sudafricana o “la nación arcoiris”, como se la llamó. La película Invictus, protagonizada por Morgan Freeman, muestra bien cómo el gran líder negro utilizó lo que hasta ese momento había sido un símbolo del exclusivismo blanco, la selección nacional de rugby, para transformarla en una herramienta de integración nacional. El triunfo deportivo de un equipo aplaudido y vivado por todo el estadio, sin distinción de colores de piel, fue el triunfo político de un estadista excepcional. Al prisionero de la isla de Robben le sobraban motivos para odiar; pero lo que el presidente Mandela buscaba no era ajustar cuentas con el pasado, sino guiar a su pueblo hacia un futuro del que nadie se sintiera excluido.
Una pieza clave de esa estrategia de pacificación y unidad nacional, fue la ley que instituyó la ya mencionada Comisión por la Verdad y la Reconciliación. Se facultó a la Comisión a otorgar amnistías a quienes confesaran sus delitos, aportando toda la información necesaria para el cabal esclarecimiento de los hechos (lo que demuestra que no es cierto que el famoso “jus cogens” prohibiera, a finales del siglo XX, el otorgamiento de amnistías en casos de delitos de lesa humanidad, como lo fueron tantos de los cometidos en la Sudáfrica del apartheid). Se previó asimismo el otorgamiento de reparaciones a las víctimas, estableciendo una fecha límite (el 15 de diciembre de 1997) para que quienes aspiraran a recibirlas formalizaran su pretensión.
La Comisión entregó su informe final a Mandela en 1998. Hoy se discute si se logró realmente averiguar la verdad en todos los casos y si se alcanzó la reconciliación tan anhelada. También continúa la polémica acerca de las reparaciones (se otorgaron unas 16.000): muchos se quejan por no haber podido plantear su reclamo dentro del plazo del que dispusieron para hacerlo, y muchos más todavía protestan por el exiguo monto de la indemnización que se les otorgó (unos 5.000 dólares en promedio).
Mandela no es grande entre los grandes por haber resuelto, en los cinco años de su presidencia, todos los problemas creados en su país por largas décadas de opresión y de violencia; es grande por haberse mantenido erguido y digno durante 27 años de cautiverio, por haberle evitado a Sudáfrica un baño de rencor y de sangre a la salida del apartheid, y por haber puesto a su pueblo en el camino de la democracia, la libertad y la igualdad de derechos y oportunidades entre todas las personas, cualquiera sea el color de la piel de cada una.
Que su ejemplo nos ilumine a todos.