La madurez de una institución fundamental

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Por Ope Pasquet

En este año 2013, más de un siglo después de su creación por ley en 1907, la Suprema Corte de Justicia (SCJ) ha ejercido reiteradamente su facultad de declarar inconstitucionales las leyes, de manera que contrarió la voluntad del Gobierno y de la fuerza política que lo respalda, en temas de importancia manifiesta para la vida del país.

El hecho señalado marca un hito en la evolución institucional del Uruguay. Por supuesto que la Corte ha declarado inconstitucionales las leyes en cientos, si no en miles de ocasiones, desde que la Constitución de 1934 le dio ese poder. Pero nunca lo había hecho -hasta donde yo sé- en asuntos de tanta sensibilidad política para un gobierno. La ley llamada “interpretativa” de la Ley de Caducidad, la que creó el Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales (ICIR) y esta “ley de PLUNA” cuyos tres primeros artículos acaban de caer, eran -por distintos y conocidos motivos- muy caras al Frente Amplio y al gobierno de Mujica. Al declararlas inconstitucionales, la Suprema Corte de Justicia adquirió una relevancia institucional que es precisamente la que le asigna la clásica doctrina de la separación de poderes, pero que no había tenido hasta ahora en nuestra historia.

Visto el fenómeno desde el ángulo político partidario, los opositores diremos que esto sucede porque nunca antes un gobierno uruguayo había proclamado la doctrina de que “lo político está por encima de lo jurídico” y actuado en consecuencia; los oficialistas, por su parte, dirán que la Constitución es conservadora y que la Corte es reaccionaria.

Por encima de esa polémica -que es por cierto pertinente y necesaria, y será materia de la próxima campaña electoral-, hay una dimensión institucional del asunto que es la que queremos resaltar: el Poder Judicial del Uruguay ejerce efectivamente su facultad de juzgar la legitimidad de los actos de los otros poderes del Estado, y si entiende que son inconstitucionales, así lo declara.

Los “frenos y contrapesos” jurisdiccionales molestan y molestarán siempre al oficialismo de turno, sea frenteamplista, blanco o colorado; por eso mismo son la garantía de la libertad y la vigencia del Derecho, frente al poder.

Cabe por cierto deplorar que un gobierno que confunde las restricciones constitucionales a su poder con “trabas burocráticas” o “cosas de leguleyos”, incurra tantas veces en la torpeza de impulsar leyes condenadas a la declaración de inconstitucionalidad. El país ha perdido mucho tiempo y energías discutiendo esos frangollos, y perderá mucho dinero reparando sus efectos.

Pero en este como en tantos otros temas, no hay que permitir que los árboles impidan ver el bosque. Lo importante es que las instituciones funcionan como deben, y que la Suprema Corte de Justicia puede plantarse frente al gobierno y frenar los desbordes de su mayoría parlamentaria.

En la perspectiva de la evolución institucional del país, creo que la magnitud de este hecho -del hecho, repito, no de la previsión abstracta de la norma- es comparable a la de la sanción de las leyes electorales de los años 1924 y 1925, que garantizaron la pureza del sufragio, o a la de la creación del Tribunal de lo Contencioso Administrativo (TCA) en 1952, para anular los actos arbitrarios de la Administración.

La discusión pública atiende a otras cuestiones: la inseguridad, los paros, los problemas con Argentina o el partido con Jordania. Mientras tanto, por debajo de la superficie de los sucesos, la Suprema Corte de Justicia ha ocupado por fin el sitial que la Constitución le asigna, asumiendo cabalmente el rol de garante de esa Constitución frente al poder político.
Es un gran paso adelante por el camino de la consolidación del Estado de Derecho en Uruguay.

Por encima de diferencias partidarias, todos los uruguayos debemos celebrarlo.