Homenaje a Jorge Sanguinetti en el Senado

interpelacion-al-ministro-del-interior-eduardo-bonomi-homicidios-cada-100-mil-habitantes-youtubeSEÑOR BORDABERRY.- En primer lugar, además de saludar la presencia de las personas que ha mencionado el señor presidente, quiero agradecer al Cuerpo que haya votado por unanimidad la realización de este homenaje.

Parece que fue ayer –pero hace ya casi seis meses– que, en un caluroso día de enero, sus familiares, su esposa, sus hijos, sus nietos, sus amigos y correligionarios, despedíamos en el Cementerio Central a Jorge Sanguinetti.

La muerte parece haberse ensañado en los últimos tiempos con el Partido Colorado. Hace poco nos dejó nuestra compañera Martha Montaner, y también  lo hicieron el exsenador Walter Riesgo, el doctor escribano Roberto Yavarone, el doctor Jorge Batlle y el doctor Alejandro Atchugarry.

Lamentándonos, salíamos del Cementerio Central, y decíamos que arriba «estaban eligiendo bien», porque se estaban llevando a los mejores. Una persona me dijo que allá arriba en el cielo debía haber una gran crisis porque se estaban llevando a los adecuados para enfrentarla. Jorge Sanguinetti fue actor principalísimo –me animaría a decir que uno de los pilares– de una generación excepcional de políticos del Uruguay y de mi partido que tanto hicieron por el país.

     Decía Jorge Luis Borges que la vida es una muerte por venir –hacia ahí vamos todos, inexorablemente–, pero que la muerte es una vida vivida. Hoy, cuando ya se han secado las lágrimas que todos derramamos en enero –aunque su muerte era algo que estaba dentro de las previsiones– y aún sigue el dolor –que siempre va a seguir–, esas lágrimas y ese dolor empiezan a ser sustituidos por el recuerdo, por el orgullo de haberlo conocido y haberlo tenido como compañero de partido, por el orgullo de que fuera padre, abuelo, marido, hermano y tío y, sobre todo, por el reconocimiento y el agradecimiento por una vida bien vivida. Eso fue la vida de Jorge Sanguinetti y una vida vivida, de ahí la importancia de que el Senado detenga por un instante su trabajo de todos los días y recuerde a un gran uruguayo que hoy no lloramos, pero sí recordamos y mucho.

Recordamos la vida intensa de alguien que era intenso porque ¡vaya si lo era! Hablamos de la vida intensa de un optimista ya que si algo se puede decir de Jorge Sanguinetti, el Negro, es que era un optimista. Su vida, además, fue intensa por el hacer; si algo lo caracterizaba era, precisamente, el hacer, el concretar, el lograr que las cosas sucedieran porque fue un gran hacedor.

     Su vida también fue intensa en el pensar porque siempre tenía un proyecto en mente, analizaba lo que había que hacer y lo compartía. Eso fue Jorge Sanguinetti: un hombre que vivió intensamente y con optimismo y que concretó todo aquello que soñó. Fue un visionario que se centraba en el  pensamiento y se descentraba en la labor, en el trabajo.

     Un uruguayo exitoso  –creo que muy exitoso– que entendió que ese éxito, esa capacidad que le había dado la vida, la naturaleza, no solamente tenía que utilizarla para su beneficio y el de su familia sino también para el de la sociedad, de su departamento –Colonia–, de su Uruguay y de ese Juan Lacaze en el que no había nacido, pero que era su lugar en el mundo, el sitio al que pertenecía. Él era lacacino, por más que no hubiera nacido allí; repetía que uno no elige dónde nacer, pero sí dónde vivir y él había elegido vivir ahí.

     Quizás siguiendo ese precepto bíblico de que al que mucho se le da mucho se le exigirá, él, que había recibido mucho, devolvía también mucho a Juan Lacaze, a  Colonia, a  Uruguay, a la sociedad.

     Con su capacidad, se destacó como un gran emprendedor, un adelantado a su tiempo y también un soñador. Era, creo yo, de esos uruguayos de los que van quedando pocos,  perteneció a esa generación que se adelantaba treinta, cuarenta o cincuenta años a lo que iba a pasar  y lo concretaba. Luego de que todo estaba hecho, uno pensaba: «Claro, era lógico que se hiciera», pero en el momento en que se hacía todos lo miraban de reojo preguntándose: «¿Tendrá razón?»

     Jorge Sanguinetti, cincuenta años antes de que llegaran los finlandeses a Fray Bentos con UPM –Botnia–, desmontó una planta de celulosa en Noruega y la montó en Juan Lacaze. ¡La desmontó, la trajo y la montó aquí, cincuenta años antes! ¡Vaya si  tenía visión!

     Jorge Sanguinetti, como empresario, en Arrozal 33 se adelantó a sistemas de riego que hoy algunos lugares del Uruguay todavía no tienen. ¡Vaya si eso era visión empresarial, conocimiento de lo que pasaba en el Uruguay y en el mundo! Bastaba ir con él a visitar el tambo que tenía en Juan Lacaze, donde estaba todo pensado: su casa en la vuelta del arroyo, un cerrito y detrás el tambo; debía llevarnos cinco o diez minutos llegar hasta allí porque eso no se veía.  Tenía todo mecanizado y se entusiasmaba diciendo: «Mirá la cantidad de litros que saco»; «Mirá lo que hice aquí»,   «Mirá lo que hice allá».

     Tenía, hace ya diez o quince años, un sistema en la computadora en el que registraba exactamente lo que se había hecho en cada potrero de ese tambo: lo que se había plantado, lo que se había echado, lo que se había cosechado, lo que había rendido y lo que no. Hoy uno puede decir que existe Internet pero, ¡ojo!, él ya estaba allá hacía rato. Era un productor agropecuario tremendo.

     A veces me preguntaba cómo hacía para tener tiempo para tanta cosa porque, en verdad, lo tenía.

     Por otra parte, era un gran deportista, fanático de los autos; Myra –que anda por ahí– lo sufrió. Me acuerdo que a pesar de encontrarlo alguna vez  con unos dolores de cadera y de espalda que no podía más, decía: «Debo curarme porque tengo que salir a correr». Lo hacía en un Mini Morris; corría en las competencias automovilísticas con uno de esos autos viejos. Tenía, además, una colección de autos antiguos –que había formado durante una cantidad de tiempo– que era su orgullo. Entre esos autos tenía uno que había corrido en Le Mans y recuerdo que no lo podía sacar a la ruta  porque solamente podía ir a algún lugar en donde se circulara en un sentido ya que si se encontraba con otro de frente, lo podía dar vuelta. Prendía un MG del año treinta y pico, de color colorado y, sin subirse, orgullosamente lo dejaba moderando y decía: «Mirá cómo anda esto!».

     Era un navegante y también fanático de la caza deportiva. Tenía unos caniles donde criaba y entrenaba perros setter. Orgullosamente y tocando un pito, largaba a uno, que salía corriendo y al rato volvía.

     ¡Cómo tenía tiempo para todo!

     Tenía una familia numerosa que era la luz de sus ojos, esos ojos que brillaban siempre y más todavía cuando hablaba de ellos, cuando contaba sobre ellos.

     Y por si todo eso no fuera suficiente –ser productor rural, tambero, industrial, empresario, emprendedor, deportista y hombre de familia–, además, sintió desde siempre la necesidad de participar en la política.

     Ya en 1968 –algo que no es muy recordado– fue consejero de la UTU. ¡Me imagino los aportes que –indudablemente– habrá hecho el Negro como consejero en la UTU, con todo ese conocimiento y esa visión que tenía! Pero creo que uno de los grandes mojones en su vida fue el año 1985, cuando el entonces recién asumido presidente Julio María Sanguinetti lo nombra ministro de Transporte y Obras Públicas y pone en sus manos un ministerio complejo. Él, como siempre actuó en su vida y en su actividad privada, lo primero que hizo fue formar un gran equipo. Llevó de subsecretario, con 33 años, a un tal Alejandro Atchugarry; de director de Vialidad, también con treinta y pocos años, a un tal ingeniero Lucio Cáceres; de director nacional de Hidrografía, a Edi Juri; de director nacional de Transporte a Conrado Serrentino y de director nacional de Arquitectura a Humberto Baldomir. Hablamos de ciudadanos colorados, blancos y frenteamplistas a los que convocaba a su despacho, en el hotel Columbia, y sometía a una entrevista profunda antes de ofrecerles el cargo. También sumó a otros jóvenes que tenían alrededor de veinte años, como Max Sapolinski, Alejandro Falco y el ingeniero Agustín Aguerre. Es decir, formó un gran equipo y, a su vez, sembró hacia el futuro, con esa visión que tenía para seleccionar lo mejor y hacer una gran gestión, como fue la suya.

Cuando le preguntaba al ingeniero Cáceres sobre la actuación del negro Jorge Sanguinetti en el Ministerio de Transporte y Obras Públicas, decía que era un realizador: alguien que concretaba.

     Empezó con las obras por convenio, esas que hoy vemos cuando recorremos el Uruguay entero; fue él.  Realizó un trabajo en el ministerio con gran contenido social pues construyó liceos, clubes deportivos,  hogares de ancianos, jardines de infantes, escuelas técnicas. También concluyó los accesos a Montevideo –imaginen los señores senadores si hoy no los tuviéramos–, inició la reconstrucción y la doble vía de la nueva ruta 1 y la ruta 54. Asimismo construyó el acceso a Montevideo por la ruta 8, mejoró toda la red vial en acuerdo con las intendencias, consolidó el transporte diversificado de pasajeros, promovió la instalación, ampliación y mejora de los puertos deportivos y fue un gran impulsor de la hidrovía Puerto Cáceres-Nueva Palmira.

     Su gran orgullo era llevar a personas que invitaba –y quería convencer–, subirlas arriba de los silos, en la terminal de Nueva Palmira, y mostrarles el Río Uruguay, mostrarles las barcazas y decirles: «Esto es el futuro:  de acá hasta el Mato Grosso, de acá al Paraguay, de acá bajamos toda la producción».  En 1985, hace ya tantos años, Jorge Sanguinetti tuvo la visión de colocar a Nueva Palmira como el lugar que es hoy: un puerto  de salida excepcional, que tiene una actividad enorme.

     Junto con Pedro Bonino y el entonces ministro Ricardo Zerbino fue partícipe activo en la formulación de la Ley Forestal del año 1987. Hoy, por suerte, vemos los frutos de ese trabajo realizado tiempo atrás y  podemos admirar esa visión de futuro y, sobre todo, esa capacidad de ejecución para que las cosas sucedan. El gran José Martí decía: «hago lo que creo bien en mí y bueno para los demás, consciente de que rara vez el árbol da sombra a aquel que lo planta». Y él hacía eso: plantaba robles, plantaba a futuro, sabiendo que iba a dar sombra a otros;  esa es la sombra que nos está dando hoy en el arroz, en la celulosa, en la forestación. Y lo hacía, además, con optimismo. Nunca lo escuché criticar a alguien ni emitir un juicio negativo. Es más, cuando lo atacaban se veía que le dolía, pero tenía la grandeza de decir: «No; no respondo». Era un hombre de espíritu abierto, un liberal, siempre buscaba soluciones.

     Fue también presidente de Ancap, en los duros momentos de la crisis, y al terminar su mandato se puso a disposición para ayudar a quien venía detrás. Fue un presidente que entendió que Ancap debía reconvertirse y se entrevistó con integrantes de todos los partidos para redactar un proyecto de ley que luego, por circunstancias políticas, fue sometido a consulta popular. El resultado fue negativo y fue el primero en decir: «Se pronunció el pueblo asunto laudado. Se respeta» y no insistió. Hubiera sido bueno escuchar a ese visionario que tanta experiencia tenía en las soluciones que proponía.

     Como dije, fue un lacacino más que por adopción, por elección; supo ayudar  y atender a todos, sin hacer distinciones. Nunca miró por su interés sino por el de los demás.

     En 1989 fue candidato a vicepresidente por el Partido Colorado, acompañando la fórmula del doctor Jorge Batlle. Se asemejaban al caballero Don Quijote de la Mancha y Sancho: Jorge Batlle con sus sueños e ideas, cabalgando contra molinos y Sancho con su sensatez, su realidad y su concreción, trabajando a su lado.

SEÑOR BORDABERRY.-  Con mucho gusto.

SEÑOR BORDABERRY.- Como decía el señor senador Amorín, hay dos tipos de líderes: los que lideran con la palabra, con el discurso, con la verba, y los que lideran con la acción, con el ejemplo, con el trabajo. Jorge Sanguinetti era de estos últimos. No era el que lideraba arengando a las masas o haciendo discursos lindos; ¡no!, lo seguíamos los que sabíamos que siempre tenía el rumbo correcto, que se anticipaba, que hacía y que concretaba.

Hoy, aún con dolor, creo que podemos encontrar el regocijo de haber gozado de su amistad y de su ejemplo. Estoy seguro que sus familiares sienten orgullo por quien todos –en todos lados, pero en especial en Juan Lacaze– tienen tan buen recuerdo.

     Señalaba la señora diputada Reisch que hoy en Juan Lacaze los sindicalistas de Fanapel –del gremio– dicen: «Cuando estuvo el Negro Sanguinetti fue el mejor momento que tuvimos, fue el mejor momento que vivimos».

Sus familiares –su señora, sus hijos, sus nietos, sus sobrinos– tienen que tener la seguridad de que fueron muy afortunados de haber podido gozar de ese ser humano, no solo en las facetas que hemos destacado, sino también en la de su buen humor, su optimismo, su visión del país.

     Creo que esa vida se anticipó treinta o cuarenta años en el tiempo. Recuerdo haberlo visto dando instrucciones por radio, desde su avioneta o desde su auto, a quienes trabajaban con él, antes de que existiera el WhatsApp que todos usamos ahora, porque con su intensidad lo hacía mucho antes de lo que lo hacemos nosotros hoy.

     ¡Creo que todos tenemos que sentirnos agradecidos de haber sido contagiados de esa energía, de esa bondad que irradiaba, de la que nadie que estuviera cerca de él podía escapar!

     Hay un viejo adagio que uno lee por los caminos de España, que dice: «El hombre debe tener un proyecto bajo el brazo, un sueño siempre en la mente y actitud en el trabajo. El hombre debe tener dos virtudes por si acaso: sencillez para el triunfo y valor para el fracaso».

Creo que eso fue Jorge Sanguinetti, el Negro: un hombre que siempre tenía un proyecto bajo el brazo, que tenía siempre un sueño en la mente, que tenía una actitud tremenda para el trabajo; un hombre que tenía estas dos virtudes por si acaso: la sencillez para el triunfo y el valor para el fracaso.

Muchas gracias, señor presidente.

(Aplausos en la sala y en la barra).