Como una quinta columna
Daniel Bianchi
Imaginarse un partido de fútbol sin hinchadas es imposible.
De hecho, ese conjunto de aficionados que alienta a su equipo entonando cánticos con un formidable despliegue de banderas, cohetes y colores, es en ocasiones más significativo incluso que la propia condición de local o visitante de una escuadra, y gran parte de las veces la presión de la hinchada desde las tribunas inclina la balanza del resultado.
La palabra “hincha” es auténticamente sudamericana, y más aún, uruguaya. Se remonta a los inicios del Siglo XX, cuando un utilero del Club Nacional de Football, apellidado Reyes, se hizo conocido primero, y famoso después, por la forma en que alentaba sin desmayo a su equipo. La afición, que veía como el utilero inflaba -es decir, “hinchaba”- las pelotas que se utilizaban en el partido, comenzó a identificarlo como “el hincha”, y de allí derivó la denominación que, transcurriendo el tiempo, identificó por estas latitudes a los seguidores o simpatizantes de las instituciones deportivas.
A lo largo de los años, algunas hinchadas han trascendido más allá de lo meramente deportivo y han incursionado, incluso, en el terreno de lo social, realizando beneficios u organizando eventos de colaboración con diversos y loables objetivos.
Pero también, en el otro extremo, se encuentran grupos organizados de fanáticos cuyo sello distintivo es la barbarie. Se trata de verdaderos energúmenos que desprecian la armonía, la socialización, la disciplina y el orden, que realizan apología del delito y se regocijan porque en la escala de muertos cuentan con más o menos que otros equipos, haciendo de la violencia, de la intimidación y del terror, su marca registrada dentro y fuera de un estadio.
Es en ese caso cuando se habla de “barras bravas”, y esas no son un invento uruguayo.
Tampoco nacieron por generación espontánea. Ni en Argentina, de donde son originarios, ni en Inglaterra, donde los hooligans ocasionaron decenas de muertes hasta que el gobierno británico dijo “¡Basta!” y los erradicó, ni en Uruguay, donde quieren instalarse ante la pasividad de autoridades y de algunos pocos dirigentes cuya incompetencia para llevar las riendas de una institución o de un gobierno, es claramente manifiesta.
El 2 de diciembre de 2008, tras una serie de graves incidentes de violencia registrados ese año que incluso motivaron la interrupción del Campeonato Uruguayo, el Ministerio del Interior (MI), su similar de Deporte, la Intendencia de Montevideo (IDM) y los clubes de fútbol nucleados en la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) firmaron un Protocolo de Seguridad que establecía que los clubes debían conformar “un equipo de apoyo a la seguridad de los espectáculos”, para lo cual deberían “designar un coordinador” que sería “el encargado de participar en las acciones de seguridad, en forma conjunta con el coordinador general de la AUF y la Policía”. Ese coordinador debería tener “un perfil adecuado y ascendencia sobre los parciales del club que representa”.
Además, el texto establecía que las instituciones deportivas no distribuirían entradas gratuitas a particulares y que, en caso de detectarse la violación a esa disposición, la AUF evaluaría la situación y los clubes implicados serían pasibles de ser sancionados.
Lo que el protocolo no preveía, en modo alguno, es que el propio MI oficiara de intermediario para hacerle llegar entradas a las “barras bravas”.
Y eso fue precisamente lo que sucedió días pasados, cuando se conoció que esa cartera regaló 300 entradas para tres partidos de la selección uruguaya a barrabravas de los dos “cuadros grandes” -uno de los cuales, poseedor de seis antecedentes penales, terminó procesado por narcotráfico luego que la Policía se incautara de un kilo de marihuana oculto en su casa- con el infantil pretexto de que tener un mejor diálogo con los referentes de cada hinchada iba a erradicar la violencia en el deporte, argumento que fue calificado por la propia Policía como “ingenuo”.
La posterior agresión del presidente de un club a un hincha, y la presión ejercida por una parte de la barra brava de otra institución a los jugadores debido a los malos resultados de los últimos partidos, ocasionaron una preocupación extra para el largamente desbordado ministro Eduardo Bonomi.
En los días siguientes, y aún al momento de escribir esta columna, el MI y la AUF seguían intercambiando cuestionamientos sobre la responsabilidad de la seguridad durante los partidos.
Pero, mientras la AUF se preocupa y pretende trasladar a nuestro país el “Plan Estadio Seguro” implementado en Chile, instalando un vallado, estudiando la posibilidad de impedir a los hinchas ingresar con bombos y banderas grandes a las canchas, obligando a quien concurra a presentar su cédula de identidad y a pasar por un monitoreo previo al ingreso, Bonomi sostiene lánguidamente que la tarea del MI es “evitar” la violencia y “cuando ocurra, tratar de reprimir”. Asegura que a la Policía “no le corresponde” determinar “quienes entran y quienes no a un partido de fútbol, aunque sepan que son personas violentas”. Y no sólo eso: manifiesta tener pruebas de que “los dirigentes saben quiénes son los violentos”, aunque sin animarse a afirmar que exista un relacionamiento fluido.
Con el Protocolo del 2008, el MI, incompetente para solucionar la violencia dentro y fuera de los escenarios deportivos, delegó parte de la seguridad a los clubes. Pasados cinco años, puede afirmarse sin dudas que las familias se han alejado de los estadios de fútbol y que los barrabravas fueron ganando espacio y poder. Dicho de otra manera, la iniciativa resultó un verdadero fracaso.
Y es que lo que nadie esperaba es que el propio MI se convirtiera en la “quinta columna”.